Puede que se conozca Bután como «La Tierra del Dragón del Trueno», pero los mitos asociados al reino no acaban ahí. El guardián protector más feroz de Bután no es ni el tigre volador de sus cimientos budistas, ni el dragón del que se rumorea que causa las tormentas eléctricas que iluminan sus valles; es el yeti. Conoce aquí su leyenda.
El yeti es una criatura peluda y simiesca que, según se dice, vive en los remotos bosques del Himalaya. Su presencia es fuerte en la mitología nepalesa y tibetana, pero en ningún lugar se cree tan ferozmente en su existencia como en Bután. En el este del país existe incluso una zona de conservación de 750 km² -el Santuario de Fauna Silvestre de Sakteng- dedicada a la protección de los yetis. Desde principios del siglo XX, generaciones de exploradores y científicos han intentado capturar un yeti o demostrar su existencia, sin muchos resultados. A veces se han encontrado algunos mechones de pelo y se han enviado a analizar, pero la secuenciación del ADN no ha resultado concluyente.
Un país que alberga tantas criaturas casi míticas
El problema es que el yeti o migoi -como se le conoce localmente- es un ser escurridizo. Aunque todo butanés habrá oído hablar del folclore de su comunidad o de historias transmitidas de padres a hijos, es raro encontrar un yeti en persona. Pero a los butaneses no les importa; su religión budista está llena de fuerzas invisibles que mantienen la armonía. Y después de todo, en un país que alberga tantas criaturas casi míticas -el takín, los leopardos de las nieves o los pandas rojos-, ¿por qué iba a ser más difícil creer en un yeti?
El papel del yeti en la cultura butanesa quizá esté mejor representado por una leyenda local, sobre una pastora cuya búsqueda de un cordero perdido conduce a una improbable amistad:
Había una vez una joven pastora llamada Pemma, que vivía en lo alto de las cumbres nevadas de Bután. Pasaba los días recorriendo los prados alpinos en busca de hierba fresca, seguida de su fiel rebaño de ovejas. Pero un día, poco después de la temporada de partos, una de las recién nacidas desapareció del rebaño. Pemma estaba decidida a encontrar a la oveja perdida. Se adentró en las montañas y se aventuró más lejos que nunca. Siguió caminando, escuchando el más leve balido. Pero no había ni rastro del cordero. El día se hizo tarde y la temperatura bajó. Pemma comenzó a buscar refugio y finalmente se detuvo frente a una cueva cuya entrada estaba envuelta en niebla. Había oído historias sobre estas cuevas. Eran el hogar de criaturas monstruosas, yetis altísimos con pelaje del color de la medianoche y ojos que brillaban como ascuas. Pero con la llegada de la noche, no había otra opción.
Podía tratarse de un yeti -el pelaje de medianoche y los ojos brillantes los confirmaban-, pero sus ojos eran inteligentes y sus rasgos amables.
Disimulando un escalofrío, Pemma acomodó los hombros y entró. Primero un pie, luego otro. Sus ojos tardaron un segundo en adaptarse a la escasa luz, y la respiración se entrecortó en sus pulmones. A pocos pasos delante de Pemma había un monstruo, una bestia tan alta que tenía que encorvarse en los pequeños confines de la cueva. Aunque la bestia le daba la espalda, Pemma no podía correr, ni siquiera gritar; estaba paralizada por el miedo. Y entonces la bestia empezó a girar. Cayendo de rodillas, Pemma esperó a que el rostro del mal se volviera contra ella. Pero el rostro de la bestia no era monstruoso, como habían descrito las leyendas. Podía tratarse de un yeti -el pelaje medianoche y los ojos brillantes lo confirmaban-, pero sus ojos eran inteligentes, sus rasgos amables. El corazón de Pemma se calmó y una sensación de asombro la invadió. Al no sentir ninguna amenaza, el yeti la observó con tranquila curiosidad. Pemma se armó de valor y le explicó que había perdido un cordero. El yeti escuchó pacientemente.
Conmovido por su difícil situación y su valentía al aventurarse tan lejos solo, el yeti decidió ayudarla. Haciendo señas a Pemma para que le siguiera, el yeti empezó a subir por los senderos helados de la montaña, guiando a Pemma a través de profundos barrancos y saltos traicioneros. Finalmente, justo cuando Pemma empezaba a cansarse, las nubes se abrieron y la luz de la luna iluminó un prado. Allí, acurrucado entre la hierba alta, estaba el cordero perdido. Derramando lágrimas de alivio y gratitud, Pemma cogió al cordero en brazos. Se volvió para dar las gracias al yeti, pero éste ya se había desvanecido en las sombras. Pemma supo entonces que las historias estaban equivocadas: el yeti no era un monstruo, sino un protector, un guardián de las montañas que velaba por su frágil ecosistema.
Tras el regreso de Pemma, la noticia de su encuentro con el yeti corrió como la pólvora por los pueblos de las montañas. El miedo se convirtió en respeto cuando la gente se dio cuenta de que los yetis no eran criaturas a las que cazar, sino protectores a los que venerar. Pemma, eternamente agradecida por la bondad del yeti, dejaba cada año ofrendas de leche y miel en la boca de la cueva. La leyenda del yeti dejó de ser una historia de miedo para convertirse en una conmovedora historia de una improbable amistad, que recuerda a todos la importancia de la compasión y la comprensión, por muy misteriosa que pueda parecer una criatura.
Texto e imágenes de COMO Uma Paro y COMO Uma Punakha